jueves, 30 de agosto de 2012

SUBSTANCIA


El mobiliario, sencillo y de poco estilo, ocupaba la  habitación discretamente.
La única ventana resultaba amplia y permitía el ingreso directo del sol durante un par de horas por la mañana, aunque atenuado por una gruesa cortina de paño beige.
Era neta y claramente una oficina.
Era neta y claramente un lugar de trabajo.

El muchachito, de aspecto pálido y flacucho, no dejaba de sonreír. En su casa lo tildaban de payaso ya que siempre tenía algo gracioso para acotar.
Por las mañanas a eso de las ocho, y aún con el cuerpo húmedo y tibio de la ducha caliente, se afeitaba jugando frente al espejo opacado por el vapor.
Continuaba el ritual al vestirse con una camisa, una corbata y el traje impecable de un azul tan oscuro que parecía negro y algo holgado para su delgadez.

Al atravesar la puerta, cuerpo y traje se ajustaban simultáneamente.
Acaso era el primer indicio de la simbiosis, aunque obviamente al hombre le pasaba desapercibido.
Todo cobraba vida: se encendían las luces, las computadoras; se abrían los cajones, las carpetas…
Al sentarse él,  de la silla nacía cierta ergonometría, acomodándose ambos en uno.
El pasaba a ser un oficinista, o la idea que tenía (vaya a saber quién o que) de lo que era ser un oficinista.
Serio, adusto hasta la antipatía, frotaba sus manos con la asepsia de la objetividad del funcionario  y comenzaba a resolver los expedientes como los papeles que realmente eran.
Ni vestigios de la sonrisa que nadie, fuera de ahí,  podía robarle.

Al sonar las cinco de la tarde, la separación devolvía la soledad a uno y al otro  la vida.
La mutación que comenzara al afeitarse finalizaba al sacarse la corbata.

Lo que él no sospecha siquiera (por eso regresa) es que cada día la oficina retiene para si una de las mil hojas de su vida.